jueves, 8 de septiembre de 2011

Cartagena: una ciudad que se explica pero no implica.




Pobres y sin derecho a enamorarse


Por: Santiago Burgos

Dentro de poco las parejas cartageneras se regalarán el Centro Histórico de la misma manera en que los babosos regalan la luna: como una mofa vestida de romance que sugiere la filiación a partir de una mentira,  una promesa imposible de materializar. Así como lo hacen las instituciones con poder en la ciudad, que usan lo que sobrevive de la fijación de la gente con el esplendor del Centro Histórico para sostenerlo como telón, detrás del que se desarrolla la dinámica de segregación urbana propia de este modelo de desarrollo. La promesa les sirve para defender la museificación de esta parte de la ciudad, y con ello, la consolidación física de un relato sin gente, sin la gente de aquí.
Se relata y materializa una ciudad monumentalizada. Una ciudad museo como las que, explica Carlos Mario Yory, parten de una idea hegemónica de lo que vale la pena recordar y conservar: “Un testimonio de que vamos por buen camino”.  Así se certifica la derrota de los que no están allí inmortalizados, dice Yory. Y con ello, en nuestro caso, de los que ya no caben en su relato.
De allí salen (las sacan), en último lugar, las cocineras populares que durante décadas aglomeraron usuarios del centro alrededor de las comidas baratas en las plazoletas. Ahora que sobran en este relato, intentaron resistir (¿cuánto podían?) los embates civilizatorios que la élite les pone de tarea a los funcionarios, macarras de lo público y su espacio.
Macarras que esconden su tarea simple y plebe detrás de las interpretaciones leguleyas de los derechos a la ciudad para todos. Para aplausos, tienen artículos de prensa y editoriales eufóricos y condescendientes de periodistas  y directores de medios que leen la realidad a partir de las imágenes atadas al principio estético de la élite local. Unos y otros cuelgan la etiqueta de informalidad a todo y a todos los que les sobran, como una letra escarlata para quien adultera la institución convenida entre ellos mismos, incluyendo el espacio del Centro.
Para ese espacio se anunció y se ejecuta el proyecto de Revitalización del Centro Histórico, con el que el Gobierno Distrital remodelará plazas y parques de la ciudad (Telecom, Aduana, Olímpica y Centenario)  y construirá una más, en Puerto Duro. Este último como parte de un corredor peatonal que, según dijo la Alcaldesa Judith Pinedo en su evento de rendición de cuentas, el pasado 5 mayo, “será el nuevo sitio para que las parejas cartageneras se enamoren”.
El Centro ha sido el sitio para que los habitantes se afilien a la ciudad, a falta de representación física del Estado en los escenarios en los que se desarrolla la vida cotidiana de los habitantes. El Centro y las playas

No hay un sistema de transporte público que conecte la ciudad y en el que la gente sienta garantía de la presencia de un Estado común. Tampoco  hay espacios urbanos públicos, como lo reconoció la Gerencia de Espacio Público en el informe de rendición de cuentas que promovió como publicación académica de diagnóstico del Espacio Público local, prueba quizá, o eso podrían decir en esa oficina, de que “la razón y el conocimiento” les asiste. No hay seguridad. Y en general no hay una mano del Estado que regule las dinámicas urbanas en beneficio –o en menos perjuicio- de los más jodidos.
Lo que hay es conflicto entre la gente de carne y hueso contra una ciudad que como institución lastima y rechaza a quien sobrevive su propia realidad, porque no tiene códigos comunes con sus habitantes. Cuya élite basa sus relaciones en el proyecto de construcción de un modelo ideal desconectado de la materialidad sobre la que pretende levantarlo (o sobreponerlo).
Así como el Centro se promueve sacudido del berenjenal que es el resto de Cartagena de Indias. Y la ciudad, en su proceso de segregación desconecta ambas cosas, poniendo barreras espaciales entre esa llamada informalidad que considera aberrante, pese a ser fruto de su propia dinámica, y el museo de “lo que vale la pena recordar”. Por eso los pobres de la ciudad van camino al oriente lejano de la ciudad, al culo, apartados de lo que vale la pena recordar. El resultado, citando a Yory, es una ciudad que explica o pretende explicar a sus habitantes pero no los implica.
No implica, por ende, a la “multitud sudorosa que se hacina en ciertas zonas como la esquina del antiguo almacén Tía”, como rotuló un editorial de El Universal” (Septiembre 3 de 2009) a los comerciantes “informales” que allí estaban. “Allí no está la identidad del Centro Histórico”, sentenciaba. La frase hizo parte de un debate en columnas de prensa con el historiador Alfonso Múnera, que un día antes le había criticado la propuesta de disminuir la afluencia de personas, sacando, por ejemplo, oficinas e instituciones educativas del Centro.
No implica a las cocineras, que al no aceptar las ofertas que el Distrito asume como negociación ven caer de noche las tablas de sus cocinas improvisadas (durante más de 20 años, algunas). Como se fueron antes los comerciantes del Muelle de los Pegasos y muchos más, a sobrevivir a otro lado.
En esta lógica estética la gente no es monumental y el Centro sí. “La ciudad es eterna y yo no”, concluye el narrador del video de la marca ciudad que la élite cosmoprovinciana local le pagó a la misma agencia que hizo la marca del Real Madrid; y a partir de la cual, según el director de la Corporación Turismo Cartagena de Indias, Luis Ernesto Araújo, la ciudad debe comenzar a reinventarse (“representarse”).
Como se reinventa ahora el Centro, revitalizado, monumentalizado, pero sin gente sudorosa, sin cocineras de acera y caldero feo, ni en la Plazoleta de la Olímpica ni en el nuevo Camellón de Puerto Duro, donde estará el lugar para que los cartageneros se enamoren. Desde lejos, como enamoran los babosos con la luna.


Santiago Burgos

http://santiagoburgos.wordpress.com




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